El contenido discursivo de la clase política
Por Baltasar Hernández Gómez.
En la modernidad la virtud aparece como sinónimo de eficacia. Ya no se trata del enarbolamiento filosófico, moral o ético de acciones que busquen la perfección humana, para forjar sociedades libres e igualitarias, sino de la competencia para “utilizar medios para conseguir fines”, como lo ha establecido la escuela maquiaveliana.
Basta recordar que la política es una acción producida por las mujeres y hombres que co-existen en una realidad, la cual persigue -o debiera hacerlo- el bienestar común de los individuos y por tanto está circunscrita al terreno de lo público, teniendo una dosis de lo privado, ya que los que aspiran a estar o están en el poder son entes que traen consigo su propio desarrollo personal, cultural, educacional, familiar y experiencias profesionales.
No obstante que es muy difícil saber hasta dónde llega el límite de lo público y lo privado y que muchas personas someten el análisis político a la zona de conspiraciones, la diferenciación entre ambas radica en poner al descubierto la mescolanza hecha por los detentadores del poder en mensajes y actos discrecionales, los cuales son usados bajo la reserva de beneficiar y/o perjudicar sus intereses o los de otros.
Es sabido que el Estado mexicano fue constituido como una entidad federativa, democrática y laica (esta última característica apenas fue puesta con tinta, de manera formal y no sólo interpretativa, en la Carta Magna por la actual legislatura), sin embargo, la clase política ha manejado discursos que van desde el más churrigueresco nacionalismo hasta preceptos con alta carga cuasi-religiosa, que no logran amalgamar una determinación exacta para convertirla en verdadera praxis social.
Desde el siglo XIX los políticos han armado mensajes híbridos que unas veces hablan de mexicaneidad, mestizaje cobrizo, justicia y paz social, y otras de presidencialismo “tlatoánico”, catolicismo y neoliberalismo, persiguiendo la continuidad del poder en manos de las élites.
Durante muchos, muchísimos sexenios (que es la medida en que se regula la permanencia de los regímenes políticos en México) los mensajes han estado regidos por las virtudes públicas confeccionadas con base en el patriotismo, valores familiares, revolución inacabable, fidelidad a la guadalupana, democracia electoral, culto al “jefe supremo” y perdurabilidad del subsistema de partidos.
Este formato ha tenido variantes substanciales, ya que desde el año dos mil los cánones impuestos por el PRI fueron “trasquilados” por el marketing, el hartazgo social sin direccionalidad específica y por el nuevo paradigma de panistas/tecnócratas y morenistas.
Las virtudes públicas han sido metamorfoseadas para penetrar la psique y la conducta de los mexicanos, haciendo aparecer argumentos que renuevan la estrategia de dominación política como una verdad absoluta desterrando las necesidades ciudadanas.
Así pues, hizo su aparición el catolicismo simbólico y tangible en los discursos y actos gubernamentales; la ignorancia cultural disfrazada de irreverencia, espontaneidad e inocencia; el olvido de la masa por lo real a cambio de asumir como suyas las prioridades de las administraciones en turno; la selección natural que hace que los más fuertes lo sean más, mientras los débiles se enfrentan a una competencia feroz e inhumana por sobrevivir en un mundo regido por la oferta y la demanda.
La amoralidad, que no es lo mismo que “inmoralidad”, pues en política no existen los raseros subjetivos para decir qué es lo bueno y qué es lo malo, proviene de la puesta en marcha de criterios fácticos que no tienen su punto de partida en la sociedad, sino en los objetivos trazados desde arriba por las cúpulas en el poder.
La amoralidad pública y/o privada oculta los fines del Estado y los movimientos operativos de su brazo gubernativo. Las políticas públicas, luego entonces, se insertan como virtudes públicas encubriendo amoralidades que se materializan en leyes y programas que no solamente no ayudan, sino que incluso perjudican a las mayorías…….Todo para conservar el establishment.
Dicen que el éxito del demonio es hacer creer que no existe y eso mismo pasa con las amoralidades políticas, pues todos las niegan y sin embargo están presentes como los pivotes que reacomodan las razones de Estado, las cuales sitúan a los ciudadanos como simples engranajes de la maquinaria política. En suma cuenta: la toma de decisiones no va de la base a la cima, sino en forma invertida.
La virtud de la soberanía nacional representativa del Congreso de la Unión se somete a la amoralidad sectorial de los partidos grandes que negocian la permanencia del “mayoriteo” y de las concertacesiones con el Ejecutivo: “cedo aquí para obtener prerrogativas allá y acullá.
Se cambian aprobaciones por canonjías electorales y financieras. Se conceden asignaciones discrecionales por cargos en los tres niveles de gobierno”. Los mensajes políticos se posicionan en todos los niveles de la pirámide del poder, desde el presidente de la República que emplaza la “guerra contra el crimen organizado” como la actividad número uno del país, aunque los derechos civiles se vayan al carajo.
La virtud de la estabilidad social es cambiada en militar, suspensión de garantías individuales y aplicación exorbitante de recursos presupuestales, humanos, materiales y técnicos para campañas mediáticas y de fuerza.
No importan los muertos, sino las estadísticas. No interesan los “caídos”, sino las gráficas de decomiso. Para los ojos de los mexicanos todo se ha convertido en una espiral donde las cifras tratan de ser acomodadas como la realidad y el gobierno las utiliza para “legitimar” el proyecto sexenal al cual no se le ven pies ni cabeza.
Los términos adjetivados de “discreción profesional, esto no es de incumbencia social, yo sí sirvo al presidente, soy leal al presidente en turno y a mis principios o no soy cobarde y me sostengo”, demuestran el cinismo e impericia para hacer de sus tareas imparciales y profesionales.
En su afán de concretar acuerdos político-electorales, las amoralidades antidemocráticas de los dos partidos con mayor votación en la pasada contienda federal, quieren hacerse pasar como intereses supremos de la nación.
En otra arista, las virtudes económicas de paridad cambiaria y reestructuración energética, entre otras medidas macro, esconden la amoralidad de las exigencias capitalistas y los vaivenes de los mercados.
México como abstracción de los intereses de las élites presupone máximas virtudes, que contradictoriamente ponen en el centro de traslación política las amoralidades personales y grupales de sus transmisores. Los políticos, el gobierno y los medios de comunicación fungen como emisores y reforzadores, es decir, gatekeepers que resguardan los mensajes de control homogeneizador, a pesar de que la población cada vez más cree menos en sus autoridades.
Las virtudes griegas, romanas, cristianas y liberales sucumben ante la hegemonía de las amoralidades que intentan eternizar un modelo de vida que resulta inhumano desde cualquier punto de vista
¿Se necesitan miles de madres con hijos muertos, mutilados, desaparecidos o tirados a los vicios en ciudad Juárez u otras ciudades de México, para percatarse de las mentiras de los denominados “hombres de Estado” y sus operadores gubernamentales, empresariales e iglesias? ¿Cuánta bazofia más puede soportase al ver oír y sentir las repugnantes actuaciones de partidos, legisladores y gobernantes?
Por nuestra parte es trascendental primero pensar y reflexionar, luego asumir, para después poner las cosas en el espacio de la contrarrespuesta como lo han estado haciendo organizaciones civiles, estudiantes, trabajadores y amas de casa, que ya no soportan el estado de cosas donde sólo se vislumbra miseria y muerte.
¿Se necesitan más primeros lugares en pobreza, carencia de servicios públicos, analfabetismo y enfermedades propias del quinto mundo, para corroborar las mentiras de la política institucionalizada? Quien tenga ojos que vea.