Por Baltasar Hernández Gómez.
La cultura política es un entramado ideológico y práctico que moldea la convivencia societal y fue creada por el Estado y su clase dominante para regular la actitud (modo de pensar) y conducta (modo de hacer) de los sujetos sociales inscritos en su estructura de autoridad.
Propiamente desde el siglo XVIII las monarquías tuvieron que coexistir simbióticamente con los parlamentos, combinando las reglas de sujeción a la “voluntad divina y la tradición” con las nuevas fórmulas de representación encabezadas por la burguesía emergente. Fue así que los Estados nacionales construyeron una base conceptual y legal para tener sujetos a la dominación de los individuos. Dicho marco de ideas y procedimientos pasaron a ser el insumo cualitativo para dotar al poder político de legalidad y legitimidad.
Los nuevos detentadores de la supremacía política motivaron la puesta en marcha de un código de creencias políticas que fue impuesto como mandato obligatorio para los gobernados. La cultura política fue la invención que dio el corolario de naturalidad al sistema de vida democrático.
Ninguna divinidad como personaje literario de un texto “sagrado” hubiera podido mandatar a alguien a redactar mejores mandamientos, ya que los “valores democráticos” son ajustables a las condiciones materiales en cada estadio histórico.
Así pues, la catequesis política parece haber establecido un decálogo civil, de la siguiente forma, parafraseando los comandos bíblicos:
- Amarás al Estado y sus creaciones por sobre todas las cosas.
- No tomarás caminos en vano distintos a los que establece el Estado y sus regímenes de gobierno.
- Darás tu agradecimiento al Estado por el estado de cosas existentes.
Ch. Honrarás al Estado como padre y al concepto de nación como tu madre.
- No provocarás muerte ni alborotos por causas ajenas al Estado.
- No cometerás acciones que vayan en contra de lo establecido.
- No hurtarás ni pondrás en práctica ideas que puedan provocar desequilibrios al Estado.
- No levantarás falsos testimonios que vayan en detrimento del poder político instaurado.
- No consentirás pensamientos ni acciones que pongan en peligro la continuidad social.
- No codiciarás el bienestar de los otros, ni la igualdad o el desarrollo armónico de la sociedad en su conjunto (1).
La esencia de la cultura política pretende pasar por dogma una mezcla sui géneris de preceptos y normas emitidos hace muchos siglos por griegos, romanos, personajes de la Ilustración y el Liberalismo (2).
Se han cuestionado ¿Quiénes hicieron la recopilación de la matriz teórica de la cultura política? ¿Se realizó en automático sin más interés que lograr el bienestar social o bajó como el maná del cielo? ¿Quiénes determinaron como inviolables los cánones democráticos?
En la psique social no importan los cómo, por qué, cuándo y hasta dónde, pues de lo que se trata es que prevalezca la validez de lo dado como natural e inalterable.
En México la cultura política nació con la hegemonía de la revolución institucionalizada -como lo especifica el investigador Luis Javier Garrido(3) y tuvo como prioridad la hechura de un cuerpo de ideas para regular la política, a fin de que los ciudadanos se incrustaran como entes receptores.
La meta fue dar por terminados los vaivenes ideológicos y armamentísticos de cien años de luchas intestinas y establecer un sistema político corporativizado, mediante el cual los mexicanos estuvieran subordinados al poder del Estado y su aparato gubernamental.
De pronto el país pasó de ser bronco, armado y enfrentado en facciones liberales y conservadoras a otro controlado por un partido; un gobierno organizado por líderes y corporaciones que servían como contenedores de las masas populares, obreras, campesinas, empresariales y militares.
La cultura política emergió de la necesidad de los operadores políticos del Estado para mantener el establishment erradicando cualquier tipo de conflagraciones armadas. Desde 1929 todo México se convirtió en territorio institucional: nada podía existir fuera del sistema y quienes lo hacían estaban en el error.
Los mexicanos crecieron con una educación oficial atiborrada de héroes y villanos, bajo la premisa de que la patria es primero y de que nada está por encima de la ley o del interés general. La ciudadanía se vio inmersa en una cultura oficializada a través de murales, textos gratuitos, películas y en el entendido que para alcanzar los beneficios negados en la conquista, independencia, reforma y revolución sólo habría que confiar y apoyar al partido emanado de los caudillos.
La idea del progreso fue el mito que homogeneizó a los mexicanos para actuar de manera conformista y obediente a los designios de los remasterizados tlatoanis-monarcas-revolucionarios.
Casi cincuenta años pasaron hasta que se dio la primera reconversión del sistema político por medio de la inclusión de los partidos políticos en la escena nacional (reforma política de 1977), la cual no instauró una competencia democrática, sino que sirvió para catalizar a las fuerzas dispersas que ponían en entredicho los procesos electorales y el control social.
El espectro partidista fue ampliado, dando cabida a revolucionarios, empresarios de derecha, profesionistas, estudiantes, obreros y campesinos, intelectuales, comunistas y socialistas, que, al sentirse abrigados por el sistema, se acomodaron para sentar las bases de lo que hoy conocemos como partidocracia.
Los aparatos ideológicos del Estado mexicano se dieron a la tarea de infundir una serie de valores sociopolíticos para supuestamente vivir en paz. La cúspide del quehacer político se hallaba en el derecho y el compromiso de votar.
A partir de esta lógica los ciudadanos no tenían por qué explorar alternativas diferentes a lo establecido por el sistema.
El escenario partidista, el respeto a las instituciones de poder, el culto a las investiduras son algunos de los elementos que permearon el concepto de modernidad civilizada: quienes intentaran rebasar los límites se verían enfrentados con la fuerza del Estado y el repudio de las mayorías.
La cultura política ha tratado de inocularse en el consciente colectivo, para luego traducirse en conducta, reduciendo la participación civil al acto de sufragar en los tiempos determinados por el Estado. El clímax político está situado en la obtención de armonía, tolerancia, pluralidad, justicia e igualdad. Como dijo en su momento el entonces IFE (4): no hay que pensar demasiado, sino elegir del catálogo registrado a los candidatos que habrán de convertirse en “próceres populares”.
La cultura política mexicana privilegió lo procedimental, las formas de cuándo y por quién votar sin intermediación de razonamientos acerca de las plataformas políticas, proyectos sustentables, experiencias comprobadas de partidos y candidatos. Los partidos, la imagen de los candidatos y la utilización de técnicas comunicacionales fueron las coordenadas de ubicación para que los ciudadanos depositaran su soberanía y reafirmaran el contrato social.
Por el poco desarrollo educativo/formativo, la lucha continua de millones de compatriotas por llevar algunos pesos a las economías familiares, acarreo de votos por coacción y el propio abstencionismo; la cultura política mexicana -reducida a la obligatoriedad de votar- ha logrado que los mexicanos crean que no hay otros modelos de praxis política para erradicar el imperio de la sinrazón, corrupción e impunidad.
El pensamiento está puesto en el cumplimiento cuasi religioso de asistir los domingos de cada tres o seis años a la casilla electoral. Hemos llegado a tal extremo de alienación que, aun siendo visible la repetición en cargos administrativos o de elección popular, no se quiere admitir conscientemente que estamos frente a los mismos protagonistas de telenovelas, series televisivas y películas, que sólo cambian de nombre y look: los políticos aparecen un tiempo como funcionarios gubernamentales, para posteriormente tomar posesión circum circa de senadurías, diputaciones, regidurías, presidencias municipales, gubernaturas o dirigencias de partido.
A noventa años de vivir institucionalizadamente, los mexicanos hemos sido arrojados a un sistema político que no forja ciudadanos responsables, críticos y participativos, sino que nada más moldea actitudes y prácticas políticas pasivas. La mexicaneidad entiende que es necesario recibir y aceptar el cúmulo informativo de las instituciones para finalmente votar por candidatos, aún cuando ninguno llene sus expectativas de vida.
Esto produce un vacío porque nadie ha insistido que para vivir en democracia se requiere ser demócrata en todas y cada una de sus realizaciones humanas. Es algo similar a lo que pasa en el modo de vida capitalista ampliado: se estudia para tener carrera y luego se busca trabajo para ganar dinero. Ya que se tiene dinero se adquieren propiedades y comodidades, para pasar a la creación de un núcleo familiar.
Después de todo los sujetos se ven con título, trabajo o empresa, confort, casa, esposa, hijos…. al final se dan a la imperiosa tarea de educar a las futuras generaciones para que repitan el ciclo. Sin embargo, nadie nos dice cómo ser humano, feliz, pleno y realizado, porque el acto de vivir no interesa en las sociedades de consumo.
Como apunta el adagio popular “no hay mal que dure cien años ni pueblo que lo aguante” y el tiempo de la confrontación entre lo ideal y lo real ya llegó. Después de décadas de inmovilidad y sometimiento, de apreciar los malabares de partidos y políticos, de riquezas inexplicables, de reparto de bienes y servicios a amigos, compadres y familiares, así como la venta o concesión de industrias a particulares; la sociedad está despertando de su letargo, rebelándose primero por medio del abstencionismo y la poca participación, para luego razonar y oponerse a las incongruencias de la política y los políticos, lo cual es percibido en escasos o nulos resultados.
Por más que se ufanen en repetir hasta el cansancio que es deber nacionalista votar para perfeccionar la democracia mexicana. Por más que servidores públicos, legisladores, partidos políticos, INE, intelectuales orgánicos del sistema y líderes intenten excomulgar todo lo que esté en contra del subsistema electoral, la sociedad mexicana cada vez cree menos en la validez de las elecciones, pues ha sido usada como carne de cañón de intereses grupales y personales, de politiqueros que arropándose mentirosamente con la bandera han visto engordar sus arcas, acumular propiedades y perpetuarse en puestos casi vitalicios en los tres niveles de gobierno y Congresos.
Insisto de nueva cuenta que la cultura política no está dada, sino que se está construyendo en la cotidianeidad de la casa, trabajo, escuela, centros de convivio y en todas las realizaciones concretas en el mundo de la vida. Esta democracia horizontal es la que pondrá más temprano que tarde las cosas en su lugar.
Más allá de invalidar la convocatoria del llamado “voto en blanco o voto a favor de lo no registrado”, debemos concientizar el papel trascendental que es ser ciudadano, para luego edificar un sistema político representativo, igualitario y justo, que incentive la participación responsable, la evaluación y enjuiciamiento. ¿Hay otra forma? Si la hay díganla por favor.
(1) Ésta es una paráfrasis del decálogo que proveyó Yavhé a Moisés en el monte Sinaí, que aparece en la biblia en el capítulo del Éxodo: 1.- Amarás a Dios sobre todas las cosas: 2- No tomarás el nombre de Dios en vano; 3.- Santificarás el día del Señor; 4.- Honrarás a tu padre y a tu madre; 5.- No matarás; 6.- No cometerás actos impuros; 7.- No robarás; 8.- No levantarás falsos testimonios ni mentirás; 9.- No consentirás pensamientos ni deseos impuros, y 10.- No codiciarás los bienes ajenos.
(2) Las ideas de Platón, Aristóteles, legislación romana, el uso positivista y utilitarista de la razón; Rousseau, Montesquieu, Tocqueville, Hegel y Kant son predominantes en la composición de los modelos de asimilación política en las sociedades democráticas occidentales.
(3) Este autor aporta un soporte histórico al entendimiento de la política mexicana en su libro El partido de la revolución institucionalizada
(4) El Instituto Federal Electoral entró en funciones en octubre de 1990, sustituyendo a la Comisión Federal Electoral, dependiente de la Secretaría de Gobernación. Su origen se debió a los conflictos postelectorales de 1988, que derivaron en una serie de reformas a la Constitución Política Mexicana y la expedición de una nueva legislación reglamentaria en materia electoral (COFIPE).